Tras las elecciones del 23 de julio, Izquierda Unida publicaba una valoración de las mismas en las que afirmaban “haber frenado la amenaza fascista con derechos”. Esta frase sintetiza completamente cómo la socialdemocracia únicamente ha podido limitarse durante los últimos años a invertir totalmente la realidad, pues ha sido precisamente su papel al frente de la ofensiva contra el proletariado, restringiendo todo tipo de derechos, lo que ha alimentado una fascistización de la sociedad que, en caso de revalidarse el gobierno entre el PSOE y Sumar, tendría campo abierto para seguir desarrollándose como lo ha hecho bajo el “gobierno más progresista de la historia”. Es necesaria, por lo tanto, una crítica a este planteamiento, epílogo del delirio frentepopulista que llevamos soportando desde 2020, para entender cómo podemos avanzar de manera realmente efectiva hacia la generación de las herramientas capaces de doblegar el avance fascista como parte de la ofensiva capitalista sobre el proletariado.
Lo primero en lo que nos debemos detener es en caracterizar el sujeto político de la socialdemocracia: las capas medias y, en especial, la aristocracia obrera. El programa de estos sectores se puede resumir en la democratización, que tendría una vertiente “económica” (distribución del producto social) y una “política” (integración en el Estado y acceso a competir por su gestión). Este programa, por mucho que se tinte de progresista, es esencialmente reaccionario, pues se fundamenta en la reproducción de la competencia como forma mediante la que se realiza la relación de clase. Decir que la socialdemocracia es la antesala del fascismo no es un recurso historiográfico facilón, sino que atiende a que, cuando las condiciones de la acumulación dejan de sostener esta democratización, lo que les queda a estos sectores tras ser arrasados por la proletarización es esa conciencia, enteramente burguesa, que hunde sus raíces en la competencia. El obrerismo y el socialchovinismo, ya impresos en el programa socialdemócrata, conducen en esta coyuntura a una posición de clase fascistizante, tal y como se pudo comprobar en el período de entreguerras del siglo pasado o como lo estamos constatando hoy.
Precisamente, la socialdemocracia en el Estado Español ha ejemplificado a la perfección esta función. Tanto Podemos como Izquierda Unida y el PCE han estado relatando durante toda la legislatura que la labor del Gobierno estaba ahondando en este programa democratizador. Se generaba así una gran dislocación entre el relato que querían construir y el contexto político y material que realmente estaban viviendo las trabajadoras. Hablamos de una ofensiva sobre el proletariado a todos los niveles, tanto en el económico, como en el político y cultural. Esta ofensiva es la forma que adquiere la respuesta de la burguesía a la actual crisis de reproducción y en su organización ha jugado un papel fundamental la socialdemocracia, sirviendo de dique de contención mediante una batería de medidas estéticas que únicamente servían de velo de la degradación de las condiciones del proletariado en los centros de trabajo. Este rol no se explicaba por una mala voluntad, sino a que, en tanto que sujeto a la acumulación y a su organización política —el Estado—, la socialdemocracia no podía dedicarse a otra cosa que no fuera a hacer pasar por el aro de la reestructuración de la relación de clase a las trabajadoras.
El hecho de que la socialdemocracia esté al frente de la gestión de la ofensiva capitalista insufla aire al fuego de la fascistización de la sociedad, pero en ningún caso es lo único que la determina. Por eso, ni para bien ni para mal se puede hablar de parar al fascismo en las urnas: ni lo has parado cuando has ganado en ellas ni avanzará más lentamente si vuelves a ganar. El avance del fascismo, como decimos, se alimenta de la descomposición social de las capas medias de la sociedad burguesa y es una necesidad del capital en tiempos de crisis. Necesidad, sí, porque conviene normalizar el chovinismo en unos tiempos de guerra que, una vez más, no obedecen a una cuestión de voluntad, sino a las cada vez mayores tensiones desatadas en un tablero imperialista en crisis. Necesidad, también, porque ante un posible aumento de la conflictividad que pueda servir de caldo de cultivo para la recomposición de la unidad política del proletariado, es necesario alentar la competencia entre nosotras, haciendo creer que todos nuestros males se deben al sector del proletariado que todavía se encuentra en una posición peor que la nuestra. Y, necesidad, finalmente porque una organización callejera abiertamente fascista se hará más necesaria conforme el incremento de esta conflictividad no pueda detenerse simplemente mediante su criminalización, recurriendo a que sea el escuadrismo el que asuma el trabajo sucio de amedrentar y perseguir a quien ose rebelarse ante un dominio cada vez más brutal.
Entendemos así que la crítica de la socialdemocracia no atiende únicamente a que ésta sea impotente en la actual coyuntura para desarrollar su programa, sino que se fundamenta en su carácter reaccionario. En el centro imperialista, un proyecto que oculta la necesidad de la revolución socialista forma parte de un campo reaccionario que, a la vez que habla de la defensa de la democracia, dinamiza el pacto con la misma burguesía que ulteriormente recurrirá al fascismo. Comprender esto posibilita dejar de lado el paradigma del antifascismo frentepopulista, que intentaba aunar a los sectores oprimidos en torno a un programa estatal-democrático que era contrario al desarrollo revolucionario del proletariado. No nos limitamos a lo que dirán que son abstracciones, pues lo que estamos enunciado se puede constatar en la práctica de los partidos socialdemócratas hoy. Cuando el PCE lanzaba su campaña para este último Primero de Mayo, lo hacía bajo la consigna de la democratización de la economía, que tenía tras de sí nacionalizaciones, industrialización, mayor inversión pública y otro tipo de medidas pensadas desde una óptica interclasista que, lejos de organizar en un sentido revolucionario el antagonismo de clase, viene a intentar rebajarlo mediante la confluencia de intereses entre el proletariado y la burguesía española.
La crítica expuesta hasta ahora nos lleva a huir de la perspectiva que, oponiéndose formalmente a la gestión que ha hecho la socialdemocracia de la crisis, le exige responsabilidades a ésta de no haber hecho lo suficiente para frenar al fascismo. Esto conecta con la idea de que sería la hegemonía reformista la que explicaría el actual estado de derrota del comunismo y no al revés, siendo un obstáculo exógeno ante el cual solamente nos quedaría esperar contemplativamente que se agotara. Al contrario, la derrota del comunismo obedece a desviaciones endógenas al propio desarrollo del Movimiento Obrero Revolucionario y es desde su crítica como podemos aspirar a recomponerlo como proyecto histórico. Depende de nosotras mismas, pues, generar las condiciones para detener el avance fascista como vertiente de la ofensiva capitalista, partiendo de la ruptura con el oportunismo y el socialchovinismo hasta la recomposición de la independencia de clase del proletariado, consumada en la forma de un gran Partido Comunista que organice en todos los ámbitos de la vida la lucha contra el capital y todos sus esbirros armados.
Alfonso Armesto Prósper.
Secretario General de la Juventud Comunista.