Durante los últimos meses, al calor de las movilizaciones frente al desmantelamiento de la sanidad pública, la crítica a la posición socialdemócrata en torno a las mismas ha sido demonizada por el reformismo. Esto, por motivos evidentes, nos ha afectado de lleno a las jóvenes comunistas, a quienes se nos ha estado achacando frecuentemente que ahora ya no nos gusta la sanidad pública. Con el objetivo de contribuir a enriquecer el debate en los ámbitos de militancia que nos son más cercanos, en este artículo desarrollaremos nuestra posición de la manera más clara posible.
Las manifestaciones a las que nos referimos han estado definidas en el plano programático por una serie de reivindicaciones que, como conjunto, buscaban revertir el proceso de desmantelamiento de la sanidad pública, exigiendo la recuperación de la gestión de la organización sanitaria por parte del Estado. La crítica marxista de esta idea pasa por señalar cómo esta participa del error fundamental de todo programa socialdemócrata: se parte de la naturalización de las relaciones sociales de producción capitalistas para procurar mejoras materiales dentro de sus propios márgenes, los cuales son cada vez más estrechos. Esto trae consigo varios y grandes problemas, como veremos a continuación.
En primer lugar, el eje de toda la propuesta política de la socialdemocracia radica en incrementar la implicación directa del Estado en el sistema sanitario. Así, se positiviza el carácter capitalista del Estado, que no es algo ni neutral, ni mucho menos un representante de un interés general. Esta última idea, que parece tan fácil de desmentir por cualquier militante que se diga comunista pero que a la vez es tantas veces enarbolada en la práctica política cotidiana, comporta concebir el Estado como un garante de los intereses políticos del conjunto de la sociedad, cubriendo de armonía el antagonismo que alberga esta entre la burguesía y el proletariado. Y es que, en el orden burgués, el Estado tiene una función clara: asegurar las condiciones de la acumulación capitalista, funcionando como capitalista colectivo ideal. Por lo tanto, no cabe pensar que se pueda aplicar desde la institucionalidad capitalista medidas que vayan en contra de la propia acumulación. El programa socialdemócrata, al positivizar el Estado capitalista, lo refuerza en términos subjetivos como único agente con el que se puede aspirar a incidir en las condiciones materiales.
Esto nos ayuda a conectar con el segundo gran apunte a tratar: la impotencia en términos históricos del programa reformista. Este, en otros tiempos, era relativamente realizable, pues las reformas que se pretendían articular desde la institución burguesa sí que tenían cabida en los márgenes del capital, aunque su mantenimiento dependiera fundamentalmente de su reproducción. No es que la socialdemocracia formara entonces parte de las fuerzas de la emancipación, ni mucho menos, sino que fue la forma que canalizó políticamente la autorregulación del capital. El despliegue de la ganancia capitalista permitió la mejora de las condiciones de vida de determinadas capas de la clase trabajadora, especialmente la de aquellos sectores cuya fuerza de trabajo tenía un mayor valor gracias a atributos productivos específicos. La inserción de estos en tareas de control o gestión del proceso productivo los situó por encima del resto de la clase a la hora de hacer valer sus intereses particulares y servir como punta de lanza de la burguesía entre las trabajadoras. Sin embargo, si venimos de explicar cómo este mismo despliegue de la ganancia se ha terminado por agotar, centrar el programa del Trabajo en exigir una vuelta atrás en la acumulación no solamente es impotente, sino también reaccionario. Esto tiene mucho que ver con las aspiraciones nostálgicas de esos sectores que un día fueron favorecidos gracias al ensanchamiento de los márgenes de la rentabilidad y que hoy, afectados por el proceso general de proletarización, reivindican una salida que, además de ilusa, excluiría a otras tantas capas de la clase trabajadora y serviría para un nuevo refuerzo del régimen burgués. Las generaciones de trabajadoras más jóvenes, formadas al calor de la aceleración del proceso de proletarización y de una auténtica ruptura económica, tenemos mucho que decir y con lo que romper respecto de esta lógica aspiracional.
Creemos que el habernos detenido en lo anterior puede ayudar a comprender nuestra oposición al chantaje del mientras tanto. Según este, mientras no llega el Socialismo —cuando no la justicia social o similares—, tenemos que mejorar la vida de las trabajadoras. Las que criticamos a las que consiguen mejorar la vida de la gente somos señaladas como no-trabajadoras, en tanto que parecemos poco interesadas en las reformas con la que el político socialdemócrata de turno llega a la sede —o a la videollamada a la que se conecta desde su despacho parlamentario—. Así, la crítica, en vez de comunista, es propia de un teoricismo pequeñoburgués idealista dispuesto a abandonar a nuestra clase a la miseria. Pero, en realidad, es al revés: el verdadero “idealismo” es de los socialdemócratas convencidos en que su programa puede ser aplicado de manera sostenida utilizando, reproduciendo y fortaleciendo unas instituciones burguesas orientadas a la ordenación y blindaje de la acumulación.
Esta impotencia programática es coherente con la práctica política que propone la nueva socialdemocracia y nos dice mucho sobre cómo piensan construir su mientras tanto al Socialismo. Hoy, las reformas que se defienden como avances tácticos según no se sabe qué estrategia revolucionaria, forman parte de una auténtica ofensiva de la burguesía sobre el proletariado. Lejos de constituir victorias de la clase organizada de manera independiente, son pequeños paliativos que edulcoran la ejecución de una ofensiva económica y política sobre las trabajadoras gracias al manto del “Gobierno más progresista de la historia”. Esto facilita en un contexto como este el mantener la absorción por parte de la socialdemocracia de la organización de las trabajadoras, sosteniendo así la claudicación de las fuerzas proletarias al programa de la burguesía a pesar de las consecuencias de dicha ofensiva. Por este motivo, debemos romper con el hecho de que todos nuestros esfuerzos se sigan centrando en impulsar una, dos o tres movilizaciones cuando se acerca el año electoral para que, siguiendo los propios canales de la representación-delegación que caracteriza a la democracia burguesa, los políticos socialdemócratas las hagan suyas para el sostenimiento del Estado capitalista y de la acumulación. En definitiva, podemos decir que este curioso camino hacia el Socialismo tiene más que ver con la funcionalidad que la nueva socialdemocracia asume para la autorregulación del capitalismo: una gestión “amable” de la ofensiva burguesa sobre el proletariado y la reproducción de la dependencia política e ideológica de este respecto de la burguesía.
El programa de las manifestaciones del próximo domingo son una expresión fiel de esta situación de dependencia política, asumiendo por nuestra parte que la hegemonía del reformismo entre las trabajadoras es el punto de partida desde el que debemos trabajar por rearticular un proyecto revolucionario. El problema viene cuando existen organizaciones que se autodenominan comunistas y que, sin embargo, desarrollan en igual medida el programa reformista. Sus panfletos llaman a “defender la sanidad pública”, es decir, a defender una parte del sistema sanitario burgués gestionada por el Estado y que se constituye como aquella rama orientada para los pobres. Se reproduce la idea de que, a mayor control por parte del Estado, una mayor extensión y calidad del servicio.
Ahora bien, si todas estamos de acuerdo en que el Estado es una herramienta para la regulación de la acumulación capitalista, ¿cómo su control sobre un determinado ámbito de la actividad social va a ser contrario a las necesidades de la primera? ¿Cómo vamos a alcanzar cotas de calidad superiores a las requeridas para la más estricta reproducción de la fuerza de trabajo dentro del sistema sanitario burgués o cómo vamos a conseguir que este acoja a aquellos sectores del proletariado excedentarios para la valorización? Se suele entonces acudir a que “las masas no están preparadas todavía para el programa revolucionario” y que se debe trabajar primero desde un discurso de mínimos. A esto respondemos: el Programa Mínimo debe ser la guía hacia la Revolución Socialista, compuesto por los pasos que la clase ha de dar por sí misma —y no en base a súplicas a las instituciones capitalistas— hasta la victoria definitiva sobre la burguesía. Por el contrario, reproducir el programa burgués en cada ámbito de organización de las trabajadoras, estrechando sus posibilidades de lucha al ínfimo margen de lo compatible con la ganancia, nada tiene que ver con un programa de carácter revolucionario.
Entonces, ¿proponemos las jóvenes comunistas abandonar los actuales espacios de lucha constituidos en torno a la sanidad? No, evidentemente que no. La sanidad pública, sostenida por el valor producido por nuestra fuerza de trabajo y enfocada únicamente para la reproducción de esta, se encuentra actualmente en un estado que evidencia que la burguesía nos trata como simples objetos de usar y tirar. Esto es una oportunidad enorme para el trabajo comunista, que no para la reproducción de la falsa conciencia del proletariado y las dinámicas de asociación corporativa. El trabajo comunista concibe la lucha por una sanidad universal y de calidad desde la base de la denuncia de los efectos que tiene sobre nosotras la ofensiva burguesa, la articula en torno a una estrategia general a todos los campos de lucha de nuestra clase y, en consecuencia, la dirige hacia la construcción de un sistema de sanidad socializada como única alternativa a la barbarie capitalista y como la única en la que cabe pensar el cumplimiento de su universalidad y calidad. No hay tiempo que perder, por lo que el próximo domingo volveremos a salir a las calles para avanzar en este camino.
Como conclusión, me gustaría detenerme en dos apuntes más. El primero es que, a pesar de que todo lo desarrollado sea bastante contundente, nuestra crítica no quiere decir que muchos de los errores que señala no sean comprensibles si una examina de dónde venimos. Nosotras, las jóvenes comunistas, también hemos estado —y seguimos— reproduciendo muchos de ellos, como no podría ser de otro modo cuando nos hemos formado en un clima marcado por las ya referidas dependencia política y hegemonía reformista. No obstante, pensamos que la dureza con la que encaramos ahora el trabajo por corregirlo es simplemente consecuencia de asumir la responsabilidad de nuestra autocrítica: la autocrítica de una nueva generación de militantes comunistas dispuestas a avanzar hacia la ruptura definitiva con el proyecto socialdemócrata y la rearticulación del comunista. El segundo punto es que todo esto no obedece a una pretensión de diferenciarnos de las generaciones anteriores por una mejor preparación formativa o una mayor “pureza teórica”. Tanto el hecho de que hayamos llegado a estas conclusiones, como la urgencia por aplicarlas, se explican en buena medida por las oportunidades que se abren para el desarrollo del programa comunista. Conforme se desvanecen las posibilidades de realización de la política reformista, somos cada vez más las militantes que llamamos a armar como única alternativa a la barbarie capitalista la construcción de un contrapoder desde la base de instituciones independientes, enfrentadas directamente al Estado capitalista y desde las que abordar la construcción del Socialismo. Esto, que no es más que el desarrollo del proyecto comunista en un sentido estricto, es el único “mientras tanto” que cabe hasta lograr nuestra emancipación.
Alfonso Armesto
Secretario General de la Juventud Comunista